El impacto económico de la pandemia del Covid-19 generó un golpe de tablero a nivel global, con una mayoría de países inclinados a apostar por un mayor gasto público y endeudamiento para relanzar el crecimiento, mientras crecen los reclamos contra la austeridad y a favor de un cambio de las reglas fiscales de las instituciones financieras internacionales.
La crisis sanitaria puso en jaque la economía mundial y, con ello, los paradigmas neoliberales predominantes: naciones que antes pregonaban la rigidez financiera y el ajuste fiscal pasaron a reivindicar la eficacia del incentivo público y la necesidad de multiplicar las ayudas sociales.
Un ejemplo de ello es el cambio de timón impulsado por el Gobierno del demócrata Joe Biden en Estados Unidos, donde en noviembre pasado logró aprobar en el Congreso su ambicioso plan de inversión en infraestructura.
El proyecto busca crear trabajo mediante la inyección de unos 1,2 billones de dólares para modernizar autopistas, la red eléctrica y el sistema de transporte público, además de ampliar el acceso a Internet de banda ancha.
«A todos aquellos que se sienten abandonados y marginados por una economía que cambia tan rápidamente: esta ley es para ustedes», afirmó entonces Biden, quien precisó que los empleos generados «no necesitarán diploma universitario».
Este incentivo público se suma al mayor paquete de estímulo de la historia moderna del país, validado en marzo pasado y valuado en 1,9 billones de dólares.
Actualmente, el mandatario mantiene una pulseada en el Senado para aprobar la otra pata clave de su programa: un vasto paquete de 1,75 billones de dólares para reformas sociales y ecológicas, que algunos equiparan a un nuevo New Deal, en referencia al mayor experimento keynesiano que vivió el país en la década de 1930 bajo la presidencia de Franklin Roosevelt.
En Europa
Vientos similares soplan en la Unión Europea (UE), donde el bloque selló a mediados de 2020 un acuerdo histórico -solo comparable a los pactos de posguerra- para lanzar un plan de recuperación económica para la postpandemia, financiado con deuda común, de más de 856.000 millones de dólares.
A diferencia de la crisis financiera de 2008, cuando la UE usó la receta de la austeridad para paliar sus efectos, las dramáticas consecuencias del Covid-19 impusieron a la solidaridad como nuevo dogma y llevaron al bloque regional a endeudarse por primera vez en su historia.
Un giro que también se dio en los presupuestos nacionales de los países miembros, incluso en aquellos reacios al endeudamiento, que se vieron obligados a dar nuevas alas al rol de Estado y a aumentar el gasto público para lanzar ayudas que permitieran sortear la parálisis impuesta por las restricciones.
Tal fue el caso de Países Bajos, uno de los mayores opositores a la deuda común europea y líder de las naciones conocidas como «frugales», que el mes pasado propuso un gran plan de inversiones públicas, con el que prevé construir 100.000 casas, subir un 7,5% el salario mínimo, aumentar las becas universitarias y subvencionar las guarderías, además de crear un fondo de 40.000 millones de dólares para promover la transición ecológica de la economía.
También Austria, otro miembro del club frugal, lanzó «el mayor paquete de ayudas desde el Plan Marshall» para contener los embates de la pandemia, según se jactó el exministro de Finanzas Gernot Bluemel, al presentar en octubre pasado el presupuesto para este año.
En Alemania, férreo defensor del ajuste durante la pasada crisis del euro, el flamante Gobierno del socialdemócrata Olaf Scholz se prepara para «refundar la economía social de mercado» y aprobar inversiones «masivas» para modernizar al Estado y las infraestructuras o construir 400.000 viviendas.
En medio de estos nuevos aires, los países europeos comienzan a mover fichas para reformar las reglas fiscales de la UE, suspendidas hasta 2023 por la crisis sanitaria, que exigen a los Estados miembro un déficit público menor al 3% del PIB y una deuda por debajo del 60%.
Unas exigencias que quedaron obsoletas con la pandemia, con un endeudamiento que roza el 100% en los países de la zona euro, y que serán discutidas este año en el Parlamento Europeo.
El presidente francés, Emmanuel Macron, y el premier italiano, Mario Draghi, marcaron la cancha el mes pasado en una declaración conjunta en la que abogaron por nuevas normas fiscales que acompañen la inversión pública y no frenen la recuperación económica.
«Necesitamos reducir nuestro nivel de deuda, pero no podemos esperar lograrlo aumentando los impuestos o haciendo recortes insostenibles en el gasto social, ni podemos sofocar el crecimiento mediante un ajuste fiscal inviable», señalaron.
«Debemos tener más margen de maniobra y poder realizar los gastos clave necesarios para nuestro futuro y nuestra soberanía», sentenciaron.
La revisión de las normas fiscales para apuntalar la recuperación económica mundial es un reclamo del que también se hizo eco en octubre pasado la cumbre de los líderes del G20, celebrada en la ciudad de Roma.
En su declaración final, el foro apoyó el pedido hecho por Argentina y México a favor de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) elimine o reduzca «significativamente» las sobretasas, que en el caso argentino representan cerca de 1.000 millones de dólares adicionales por año a la deuda de 45.000 millones que tiene el país con el organismo.
Un pedido impulsado también en diciembre pasado por el Grupo de Puebla durante su séptimo encuentro realizado en la Ciudad de México.
«El caso argentino es tal vez la mayor herida que tiene el FMI en su incapacidad para actuar en defensa de intereses que no sean los de los grandes grupos financieros internacionales. Lo de Argentina es una catástrofe», afirmó entonces la expresidente brasileña Dilma Rousseff.
También los cancilleres de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), reunidos el pasado viernes en Buenos Aires, instaron al FMI a alcanzar un acuerdo que permita a Argentina seguir «su recuperación económica, mejorar su situación social y refinanciar su deuda con el organismo».